sábado, 17 de octubre de 2009

Un pasito más (II).

Cuando te convierten en una piedra, estás muerto.

Caminas arrastrando los pies porque el camino es largo y fatigante, los obstáculos que encuentras ponen a prueba tu alma, ponen a prueba tu ser más profundo.
Atraviesas descalzo los páramos helados que habitan criaturas despiadadas, que muerden tus talones a cada paso; cruzas desiertos ardientes bajo un sol de injusticia, y bebes en los oasis del olvido y la muerte.

Caes una vez y otra, y te levantas para seguir, para dar otro paso que arrancas a tus propias fuerzas…y caes de nuevo.

Esta vez intentas levantarte, pero alguien tira de ti con fuerza. Es una mano fría. Intentas levantarte, pero no lo consigues, y luchas sin descanso para soltarte del peso que te arrastra sin remedio a un final fatal…lo intentas, quieres salir, quieres levantarte, quieres reanudar tu triste camino, quieres terminar de una vez, pero no quieres terminar así.

Desde la tierra oyes una voz fría que te grita entre susurros que ya has llegado demasiado lejos, que ahora tienes que entregarte, que tu destino no es continuar el camino, sino obedecer continuamente la exigencias de una tierra descontenta…intentas ponerte en pie, lloras de impotencia cuando te sientes cada vez más arrastrado al fondo del abismo, quieres salir rezas, suplicas a Dios que te ayude pero Él no acude en tu ayuda, estás solo.

Antes de que el fango cubra por completo tu cabeza y se consuma el acto criminal, piensas en el mal que has hecho al mundo…y la misma voz te interrumpe “nada vales, ven conmigo a la tierra, ven conmigo al Infierno, trabaja para mí, esclavo del olvido”.

Haces un último esfuerzo, siempre pensaste que todo podía superarse. Consigues asomar el cuello y eso te alivia; sin embargo la fuerza que te arrastra es muy superior, y tu gloria se hunde con tu cabeza…ahora sólo puede ser pasto de los gusanos, criaturas rastreras que sólo viven para ellos una miserable vida.

Con tu último esfuerzo lanzas un grito de angustia, pero nadie acude, nadie te escucha. Te hundes. Es el final del trayecto.

Al menos, en tu desgracia hay una alegría: no habrá ni una sola lágrima por ti, porque nadie llora por una piedra…y es que cuando los demás te han convertido en piedra, estás muerto.

sábado, 3 de octubre de 2009

Un hombre no es nada sin su sombrero.

Un hombre no es nada sin su sombrero. Eso es algo que se aprende en la escuela, desde muy pequeño.

Una vez conocí a un señor que lo había perdido todo en unas apuestas: la casa, la mujer, los hijos, el coche, el empleo, la gabardina, los zapatos, la corbata, la camisa, el chaleco de pana y el de raso, los órganos, y hasta la razón; pero conservaba el alma y la dignidad porque aun llevaba su sombrero. Y la gente le gritaba en la calle “oye, vas desnudo y vives solo en una plaza”, pero él contestaba orgulloso “sí, mas aun poseo un sombrero bajo el que vivir” y se iba sonriente.

Otra vez supe de un señor que comió tanto que tuvo que ser ingresado de urgencia en un hospital y, cuando abrió los ojos y vio al doctor, le gritó desesperado que salvaran su sombrero.
Bueno, según dicen, aquel señor tan glotón fue enterrado esa misma tarde, pero consiguió en su postrer intento que su sombrero obtuviera una buena cantidad de dinero con la que pudo cubrir sus gastos hasta el día en que, de manera accidental, voló hasta un estanque donde, húmedo, fue maltratado hasta la muerte por unos patos algo bobos.

En otra ocasión, el noticiario matutino anunció que una señora se había divorciado de su pamela amarilla con una cinta azul y había perdido la custodia de los niños a favor de su sombrero. La noticia no tendría nada de extraño, dado que por todos son conocidos los divorcios entre personajes de cierta categoría y sus sombreros, de no ser porque, agobiada, la señora decidió poner fin a la vida de la pamela y después suicidarse…¡dejando solos a tres pobres angelitos!

Un día llegó a mis oídos la historia de unos caballeros que habían decido compartir el único sombrero que poseían. Esa misma noche, el despistado complemento confundió las personalidades de tan gentiles señores y, desde entonces, no han vuelto a ser los mismos, y van por el mundo como autómatas.

Otro día, al caer la tarde, yo presté mi sombrero a alguien cuyo nombre me es doloroso recordar. No le transmití mi suerte, no le transmití mi pensamiento, no le transmití las noches plagadas de sueños felices, ni siquiera le transmití mis más tenebrosas pesadillas; no, sólo le transmití mi capacidad para olvidar el dolor…y debí hacerle mucho daño sin querer, porque desde entonces no se acuerda de mí.

Y es que un hombre no es nada sin su sombrero. Eso es algo que se aprende en la escuela, desde muy pequeño.