sábado, 20 de febrero de 2010

Dime que me quieres

Dime que me quieres, dijo el joven a su amada. La amada le lanzó una mirada fugaz. ¿Quién quieres que sea? Dímelo y lo seré, dijo el joven a su amada. La amada se atusó la melena. Pídeme lo que quieras y te lo traeré al instante, dijo el joven a su amada. La amada corrió a coger el teléfono que sonaba. Bésame y seré tuyo para siempre, dijo el amado a su amada. La amada reía mientras hablaba con quien fuera que llamara. Mírame y te daré mi corazón, tómalo y guárdalo, dijo el joven a su amada. La amada corrió a vestirse y cruzó la habitación para salir a la calle con quien fuera que llamara.

El joven recorrió la estancia con la mirada; sus ojos se detenían en cada detalle, cada vez más borroso a causa de las lágrimas. El aroma de su amada aun permanecía en cada rincón; la almohada era todo ella, su perfume permanecía allí, y lo haría aun cuando él abandonara este vil y rastrero mundo que no le daba la oportunidad de ser amado.

Abajo se escucha el ruido de los coches que corren a ningún lado. Si afinaba el oído, quizá podría escuchar los tacones de su amada cruzar la calle, reunirse con quien quiera que llamara, y alejarse de él.
Dentro de la habitación, sólo el reloj estremece su corazón con cada golpe de segundero, y lo seguiría haciendo aun cuando éste abandonara este vil y rastrero mundo que no le daba la oportunidad de ser amado.
¿Por qué no podía ser feliz y tenía que resignarse a vivir siempre sufriendo por su amada?

Cada día de su vida la había, no deseado, adorado. Cada día se preguntaba por qué había tenido la suerte de conocerla. Cada día agradecía a Dios su intervención para que sus almas pudieran encontrarse. Cada día rezaba para que ella estuviera bien, para que fuera feliz todos y cada uno de los días de su vida.

Se recostó en la cama. La almohada y las sábanas olían a ella. Se sintió abrazado por ella, como nunca antes se había sentido…ni un solo abrazo.
Se cubrió con las sábanas para sentirse más cerca de ella. El frío empezó a atacarle por los pies, subió por sus piernas y continuó hasta su estómago. Justo en ese momento murmuró una oración, no por él, por su amada, a la que había querido hasta el infinito desde el mismo día en que se cruzó en su camino.
Cuando el frío le invadió el corazón, y éste dejó de latir, sintió una última punzada de dolor…ni siquiera una mirada.

Cuando su amada volvió, la almohada seguía oliendo a ella y nadie lo echó de menos…

domingo, 14 de febrero de 2010

En estas extrañas horas

En estas extrañas horas de felicidad contenida y dolor marchito, en estos santos lugares que se llenan de paz tras el agitado movimiento que traen las alas de miles de palomas mensajeras, me siento a recordar tus besos y mis caricias; me siento a oler las flores que crecen bajo mi ventana; me siento a sentir la luz del sol entrar en la solitaria habitación y bañar cada centímetro de mi cuerpo a iluminar mi rostro nuevo y despertar los recuerdos viejos.


¿Soy yo y esta imposible percepción de la realidad, o reverdecen las hierbas muertas del jardín? ¿Eres tú y esta insalvable distancia en el tiempo y el espacio, o te despierta el sol al entrar por mi ventana?

Los pájaros cantores vuelan a visitarme con sus trinos y, con sus renovadas melodías y mis letras, alzamos al cielo azul de la mañana las canciones que un día compuse para ti.
Los inviernos y los veranos se suceden frente al ventanal, y cada nueva estación me trae nuevas aves para cantarte, incasables, las mismas viejas canciones.
Los gatos del tejado maúllan día y noche tu nombre, y en mis sueños se repite tu rostro una y otra vez.
Los perros del barrio me han jurado fidelidad eterna si conservo tu corazón, y yo lo guardo, esperanzado, en un cofre de roble y oro.

En estas extrañas horas, todo se vuelve paz y tranquilidad, todo se reviste de un silencio embriagador y sólo tu voz resuena en los albores de un tiempo lejano, de una tempestad pasada y serena…y sé que no es resignación la paz que siente mi corazón, sino la felicidad que llega a través de tu alegría, de tu risa y de mirada, del vibrar emocionado de cada uno de tus huesos.


Cuanto más alto se eleva el sol contra el azul del cielo, más claramente veo mis recuerdos que, bostezando, se espabilan y vienen a mí.

Recuerdo ahora con nitidez el primer momento en el que te vi. Recuerdo las horas vivas junto a ti y las muertas cuando de ti me despedía. Recuerdo la felicidad de estar contigo, y las plegarias que elevé a Dios dándole las gracias por haberte encontrado, y rogando para no perderte nunca…ahora sé que a Dios sólo le importaban los agradecimientos, porque he tenido que aprender a conservarte con esfuerzo, y aun así, sólo guardo tu dulce recuerdo.
Recuerdo entonces cuando te perdí… ¡Dios sabrá si alguna vez te tuve!...recuerdo entonces que me alejé y que te alejaste para no volver nunca.

Sólo cuando te trae mi memoria traidora, una lágrima resbala por mi mejilla como una de tus caricias que nunca sentí; y me maravillo al comprobar cómo en algo tan minúsculo como una lágrima, cabe algo tan inmenso como un sentimiento. Y ocurre entonces que los rayos del sol atraviesan como lanzas la lágrima, y la luz crea un espectacular arco iris que inunda de color la solitaria habitación… ¿será ese tu primer y último regalo para mí?... ¿qué te di yo?... ¡nada!


Los minutos huyen, se fugan en todas las direcciones y construyen por doquier horas que pasan por mi mirada.
Con los recuerdos danzando por la colorida habitación que decora tus colores y tu voz, vuelvo a percibir el aroma dulzón de los claveles, de los geranios y de las rosas, que se desperezan después de siglos de tristes sueños y terribles pesadillas; y me acuerdo, observando el reflorido jardín, de los versos del poema de Bécquer, donde todo ha de volver salvo lo que más deseamos.

Y como nada ha de volver a ser lo que era, y nada podrá ser lo que no es ni fue; y como en estas extrañas horas de felicidad contenida y dolor marchito, la luz entra en mi habitación trayéndome momentos que creía enterrados, sonrío al infinito que se cierne sobre mí, miro de frente al pasado, al presente y al futuro; y te escribo una última carta de amor que, como el resto, guardaré bajo llave…en el rincón más profundo de mi corazón, para que sólo Dios pueda leerlas cuando ya sea demasiado tarde para volver.

En estas extrañas horas de felicidad contenida y dolor marchito, en estos santos lugares que se llenan de paz tras el agitado movimiento que traen las alas de miles de palomas mensajeras, me siento a recordar, a oler las flores nuevas del viejo jardín, a escuchar a los gatos maullar tu nombre y a cantar los pájaros tus viejas canciones.


Y ahora que es tarde, me levanto y cierro la ventana; te abrazo a través de la distancia, y beso por última vez tus recuerdos…sobra decir que te quiero.

sábado, 6 de febrero de 2010

El tren

Ya vas corriendo. Acabas de salir de tu casa camino a la estación, y llevas un ligero retraso en tu maleta gris vacía de ropa y llena de recuerdos.

Vas a coger un tren que parte de madrugada hacia un lugar, para ti, desconocido. No sabes dónde vas, con quién viajarás, ni siquiera sabes como volver porque no estás muy seguro de que se pueda. Sólo sabes que ya llegas con un poco de retraso a esa estación donde te espera un tren que te lleva a un mundo nuevo, donde por fin podrás rehacer tu vida.

Vistes tu vieja gabardina gris, cansada del vaivén de los años; tus viejos pantalones de pana marrón, regalo de una vieja amiga que se niega a fallecer del todo; tus zapatos oscuros, casi gastados por los miles de kilómetros indigestos que han tenido que aprender a digerir; y, por supuesto, tu viejo sombrero gris, a juego con la parcheada gabardina. Ni siquiera llevas un paraguas para esos días de torrenciales lluvias que ahogan las calles de los pueblecitos e inundan los campos anegando tierras cultas y baldías con la misma desconsideración…ni siquiera un paraguas.
En tu mano llevas una maleta de sólo Dios sabe ya qué colores. Dentro, un par de libros, un cuaderno de viajes y un álbum de viejas y mohosas fotos que miras con nostalgia; un pequeño crucifijo, para los días de desesperanza, que suelen ser la mayoría; una vieja corbata rancia; y un par de fetiches más, para que esos días de llantos sean aun más tristes, y los felices, más tristes aun.

Aceleras el paso porque crees que esa será la última oportunidad que tendrás de empezar de nuevo, la última oportunidad de ser feliz, la última oportunidad para todo.

Ha empezado a caer una suave llovizna y ahora te arrepientes de no portar contigo tu vetusto paraguas, más antiguo que tu anciano corazón mil veces desgarrado. En cualquier caso, tienes que acelerar. El tren está a punto de partir y no quieres que se escape.

No hay nadie en las calles. Es una madrugada vacía. Nadie se asoma a despedirte. Nadie vino a visitarte. Nadie te echará de menos. Tú dejas aquí tu vida entera.

El alumbrado te recuerda los días de risas con los ancianos amigos de tu infancia, las noches en vela en el balcón de una joven a la que mirabas con entusiasmo y algo de timidez, las desesperadas carreras contra el tiempo, los días de sudor, esfuerzo y dedicación a una tarea que en el fondo detestabas pero que te ayudaba a olvidar la miseria de tu vida; las noches de aroma de rosal, clavel y rocío, que compartías con alguien especial sin saber aun que, en realidad, otro era el correspondido…¡cuánto puede recordarte el alumbrado!
Pero, sobre todo, te recuerda cómo lo perdiste todo; cómo ya no te queda más que la ropa que vistes y tu vieja maleta; cómo te venció, sin llegar a saberlo del todo, una persona por la que habrías dado todo; cómo te dieron de lado; cómo tu autoridad se vio minada por las injusticias y las risas de viles cadáveres en movimiento; cómo ya nada puede hacerte feliz…salvo ese tren que parte a ningún lado.

Aceleras lo suficiente como para llegar a la estación a tiempo de que el encargado te diga que el tren que esperabas coger, se fue hacía tres minutos y medio. Llueve, y no llevas tu viejo paraguas, cuando vuelves a casa.