sábado, 3 de octubre de 2009

Un hombre no es nada sin su sombrero.

Un hombre no es nada sin su sombrero. Eso es algo que se aprende en la escuela, desde muy pequeño.

Una vez conocí a un señor que lo había perdido todo en unas apuestas: la casa, la mujer, los hijos, el coche, el empleo, la gabardina, los zapatos, la corbata, la camisa, el chaleco de pana y el de raso, los órganos, y hasta la razón; pero conservaba el alma y la dignidad porque aun llevaba su sombrero. Y la gente le gritaba en la calle “oye, vas desnudo y vives solo en una plaza”, pero él contestaba orgulloso “sí, mas aun poseo un sombrero bajo el que vivir” y se iba sonriente.

Otra vez supe de un señor que comió tanto que tuvo que ser ingresado de urgencia en un hospital y, cuando abrió los ojos y vio al doctor, le gritó desesperado que salvaran su sombrero.
Bueno, según dicen, aquel señor tan glotón fue enterrado esa misma tarde, pero consiguió en su postrer intento que su sombrero obtuviera una buena cantidad de dinero con la que pudo cubrir sus gastos hasta el día en que, de manera accidental, voló hasta un estanque donde, húmedo, fue maltratado hasta la muerte por unos patos algo bobos.

En otra ocasión, el noticiario matutino anunció que una señora se había divorciado de su pamela amarilla con una cinta azul y había perdido la custodia de los niños a favor de su sombrero. La noticia no tendría nada de extraño, dado que por todos son conocidos los divorcios entre personajes de cierta categoría y sus sombreros, de no ser porque, agobiada, la señora decidió poner fin a la vida de la pamela y después suicidarse…¡dejando solos a tres pobres angelitos!

Un día llegó a mis oídos la historia de unos caballeros que habían decido compartir el único sombrero que poseían. Esa misma noche, el despistado complemento confundió las personalidades de tan gentiles señores y, desde entonces, no han vuelto a ser los mismos, y van por el mundo como autómatas.

Otro día, al caer la tarde, yo presté mi sombrero a alguien cuyo nombre me es doloroso recordar. No le transmití mi suerte, no le transmití mi pensamiento, no le transmití las noches plagadas de sueños felices, ni siquiera le transmití mis más tenebrosas pesadillas; no, sólo le transmití mi capacidad para olvidar el dolor…y debí hacerle mucho daño sin querer, porque desde entonces no se acuerda de mí.

Y es que un hombre no es nada sin su sombrero. Eso es algo que se aprende en la escuela, desde muy pequeño.

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