Ya vas corriendo. Acabas de salir de tu casa camino a la estación, y llevas un ligero retraso en tu maleta gris vacía de ropa y llena de recuerdos.
Vas a coger un tren que parte de madrugada hacia un lugar, para ti, desconocido. No sabes dónde vas, con quién viajarás, ni siquiera sabes como volver porque no estás muy seguro de que se pueda. Sólo sabes que ya llegas con un poco de retraso a esa estación donde te espera un tren que te lleva a un mundo nuevo, donde por fin podrás rehacer tu vida.
Vistes tu vieja gabardina gris, cansada del vaivén de los años; tus viejos pantalones de pana marrón, regalo de una vieja amiga que se niega a fallecer del todo; tus zapatos oscuros, casi gastados por los miles de kilómetros indigestos que han tenido que aprender a digerir; y, por supuesto, tu viejo sombrero gris, a juego con la parcheada gabardina. Ni siquiera llevas un paraguas para esos días de torrenciales lluvias que ahogan las calles de los pueblecitos e inundan los campos anegando tierras cultas y baldías con la misma desconsideración…ni siquiera un paraguas.
En tu mano llevas una maleta de sólo Dios sabe ya qué colores. Dentro, un par de libros, un cuaderno de viajes y un álbum de viejas y mohosas fotos que miras con nostalgia; un pequeño crucifijo, para los días de desesperanza, que suelen ser la mayoría; una vieja corbata rancia; y un par de fetiches más, para que esos días de llantos sean aun más tristes, y los felices, más tristes aun.
Aceleras el paso porque crees que esa será la última oportunidad que tendrás de empezar de nuevo, la última oportunidad de ser feliz, la última oportunidad para todo.
Ha empezado a caer una suave llovizna y ahora te arrepientes de no portar contigo tu vetusto paraguas, más antiguo que tu anciano corazón mil veces desgarrado. En cualquier caso, tienes que acelerar. El tren está a punto de partir y no quieres que se escape.
No hay nadie en las calles. Es una madrugada vacía. Nadie se asoma a despedirte. Nadie vino a visitarte. Nadie te echará de menos. Tú dejas aquí tu vida entera.
El alumbrado te recuerda los días de risas con los ancianos amigos de tu infancia, las noches en vela en el balcón de una joven a la que mirabas con entusiasmo y algo de timidez, las desesperadas carreras contra el tiempo, los días de sudor, esfuerzo y dedicación a una tarea que en el fondo detestabas pero que te ayudaba a olvidar la miseria de tu vida; las noches de aroma de rosal, clavel y rocío, que compartías con alguien especial sin saber aun que, en realidad, otro era el correspondido…¡cuánto puede recordarte el alumbrado!
Pero, sobre todo, te recuerda cómo lo perdiste todo; cómo ya no te queda más que la ropa que vistes y tu vieja maleta; cómo te venció, sin llegar a saberlo del todo, una persona por la que habrías dado todo; cómo te dieron de lado; cómo tu autoridad se vio minada por las injusticias y las risas de viles cadáveres en movimiento; cómo ya nada puede hacerte feliz…salvo ese tren que parte a ningún lado.
Aceleras lo suficiente como para llegar a la estación a tiempo de que el encargado te diga que el tren que esperabas coger, se fue hacía tres minutos y medio. Llueve, y no llevas tu viejo paraguas, cuando vuelves a casa.
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